Todas y todos

Estudié en un colegio donde todas éramos niñas, así que cuando los profesores decían “todas” no había posibilidad de excluir a alguien. Sin embargo, cuando en otros ámbitos somos un grupo de más de diez mujeres y hay uno o dos hombres, siempre hay que usar el “todos”… y aunque lingüísticamente es lo correcto, creo firmemente que es un ejercicio interesante preguntarnos si los hombres se sintieran incluidos si nos diera por usar “todas”.

Desde diciembre he visto pasar varias veces una nota sobre el rechazo de la Real Academia Española (RAE) hacia el uso de “todas y todos” en aras de lograr una mayor visibilidad de la mujer en nuestra lengua cotidiana. Una de las mejores me parece la elaborada por ClasesDePeriodismo.com (puede verse aquí) pues explica puntos importantes que fueron señalados por el gramático español Ignacio Bosque en el 2012, y aprobado por el pleno de académicos de aquel entonces (la nota y el informe pueden descargarse aquí).

Hacer comentarios detallados del informe de Bosque, además de que exceden lo que queremos comentar aquí, requeriría tiempo y varias de estas columnas. Ahora lo que nos ocupa para aportar en esta discusión son tres puntos:

a. Cómo marcar ambos géneros (si así lo queremos), y cómo no marcarlos: el uso de la arroba o de una ‘x’ para indicar que me refiero tanto a seres masculinos como femeninos es incorrecto. “Tod@s mis amig@s” o “Todxs mis amigxs” no me hace inclusiva, sino difícil de leer… Es cierto que el español aboga por la economía, pero no por la tacañería: si quiero decir “todas mis amigas y todos mis amigos” pues mejor decirlo tal cual, que buscar otras formas que, insisto, nos hacen poco legibles por no ser una forma natural de expresión en nuestro idioma. ¿Cómo sí hacerlo? Pues buscando alternativas de sustantivos o adjetivos que me permitan englobar una colectividad, aunque el mismo Bosque reconozca que “la niñez” o “el personal docente” en algunos momentos pueda resultar poco adecuado en una expresión o (añado) poco natural.

b. Reconocer que el español es un idioma sexista (y en muchos casos eurocéntrico, y monárquico y católico): antes de las políticas panhispánicas que nos ayudan a reconocer que el español debe hablarse según la región geográfica en que uno se encuentra, y no según se hable en España, muchos hispanohablantes padecíamos frente a la idea de que nuestro uso del pronombre vos o expresiones muy locales (como volado, bayunco) fueran incorrectas, y ahora ya las obras académicas indican que cuidemos que nuestro mensaje responda al lugar en que nos encontramos para evitar los malos entendidos. Sin embargo, no siempre ha sido tan sencillo, y un ejemplo de que nuestra lengua ha respondido a los cánones de la sociedad en la que se utiliza a diario fue lo que costó el reconocimiento a la lexicógrafa María Moliner, quien pese a haber escrito ella sola un diccionario de uso que aún hoy es importante para el idioma (y cuya trascendencia explica el lexicógrafo Manuel Seco aquí), no fue electa como académica para el pleno de la RAE. Y estamos hablando de 1972, y aún no había una mujer sentada en los sillones rojos con letras bordadas. Ojo: con ello queremos poner en perspectiva que cuando las afirmaciones vienen de la Academia, debemos tomarlas como lo que dice una institución cuyo fin es limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua, que además fue fundada hace más de 300 años en un país en que gobernaba un monarca católico. Esto, a mi juicio, no es grave, pero nos ayuda a entender quién lo dice y qué es lo que defiende.

c. Qué debe cambiar primero, la sociedad o la lengua: sería como saber qué fue primero, si el huevo o la gallina. Solo traigo un ejemplo: cuando se incorporó al diccionario la palabra médica, se hizo para designar a las esposas de los médicos, puesto que únicamente los hombres podían estudiar y ejercer la medicina, y pues los hombres únicamente se casaban con mujeres… ahora, en pleno siglo XXI en donde nuestra realidad es más compleja y diversa, ya contamos con mujeres que ejerzan la medicina, así como cualquier otra profesión u oficio. Y ahí es donde se vuelve delicado: ¿queremos primero visibilizar que la mujer puede ejercer cualquier cargo, cualquier profesión, o queremos que nuestra capacidad sea igualmente valorada que la de los hombres? Hasta donde entiendo el “funcionamiento” de las academias de la lengua, ellas no deben proponer una nueva palabra, sino registrar, estudiar y normar su uso. Desde este razonamiento, me parece prudente que la postura oficial de la RAE y las demás sea un mandato a favor de la economía de la lengua a través del uso del masculino como genérico, y me parece igualmente prudente que haya usuarios de la lengua que hablen de miembra, testiga, lideresa. Es una propuesta, y como tal puede ser válida pero no puede (a mi juicio, insisto) pretender que se vuelva la norma entre todos los hispanoparlantes. Los cambios de tildes (como fe, rio, solo) han tomado tiempo: por qué no lo van a requerir estas propuestas.

Claro que quiero una sociedad en donde yo pueda ser lexicógrafa y optar a un puesto en una academia de la lengua sin que lo hagan porque hay que ser políticamente correctos y deben cumplir con una cuota de género, y me encantaría que mi salario no llegue a ser hasta 40 % menos que el de un hombre que ocupa el mismo cargo. Quiero que no me cobren el impuesto rosa. Pero sé que esos cambios no dependen de las palabras, sino de estructuras tanto políticas como económicas… que al igual que las estructuras de la lengua van a ir reflejando las estructuras del pensamiento de la sociedad. ¿Un avance? Que mi hermana pueda ser llamada médica porque ha estudiado muchos años para ejercer la medicina, pero aún quiero que mi amiga que es comunicadora y administradora pueda algún día ser gerente… o gerenta, sin que nos escandalicemos por el nombre del cargo que ella elija. Quiero que mis sobrinas gemelas puedan ser las líderes o las lideresas de un equipo deportivo o científico sin que un hombre diga que contar con mujeres guapas en su trabajo los distrae de sus labores. Quizás estemos más cerca de ello el día que mis sobrinos ocupen el “todos” cuando la mayoría de las personas son hombres, y el “todas” si la mayoría son mujeres. Porque nuestra lengua refleja lo que hay en la sociedad, y yo quiero una sociedad en la que no sea necesario normar lingüísticamente la inclusión del femenino en el masculino, porque ya recibimos un trato equitativo.

Y es que estas discusiones también abarcan cómo nombramos una realidad que incluya todas nuestras diferencias: si somos parte de la población LGTBI, discapacitados, ateos o de diferentes religiones. Pero coincido con Ignacio Bosque en que la enseñanza de las sutilezas y los secretos de nuestra lengua para nuestra niñez y juventud es lo que nos llevaría a expresarnos “con corrección y con rigor; de contribuir a que lo empleen para argumentar, desarrollar sus pensamientos, defender sus ideas, luchar por sus derechos y realizarse personal y profesionalmente. En plena igualdad, por supuesto”, como señala en su informe Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer. Ello implica que quizás las nuevas generaciones inventen palabras que específicamente incluyan a hombres y mujeres (como sibling, en inglés) o algo similar a un género neutro que nos permitan resolver este conflicto en específico. Quién sabe. Como recordó un amigo mío, la lengua es un ente vivo, y por tanto evoluciona. Para mientras, estimadas y estimados, creo que hay que reconocer que “uso no es abuso”, y que un lenguaje inclusivo ayuda al menos a que nos preguntemos qué hacemos con nuestra lengua en lo cotidiano, no solo con nosotras, sino con todo lo que es diferente a nosotros… y nosotras.