San Salvador, de fiesta

Esta primera semana de agosto no fue normal ni tradicional. Mientras veo pasar en Twitter y Facebook lo increíble que se ve ese parque de diversiones tan iluminado con el volcán de San Salvador al fondo (mi volcán, ese que con solo verlo me haría saber que estoy en casa), aquí he visto pasar otra comida típica que no es “la nuestra” y nada de ceremonias: el lunes aquí amaneció con un alza de USD 0.15 en la tarifa general de transporte colectivo, y al cierre de la semana leí un artículo cortísimo que comenta sobre las diez mejores ciudades en el mundo para ser estudiante. ¿Arruino el final si digo que nuestra San Salvador no está ahí?

Bueno, retrocedo un poco. En esta semana a la que me refiero volví a ser estudiante universitaria, y ha resultado que las clases son por la noche. Al terminar, con otra compañera debemos caminar hasta la parada de buses y confiar en que aún no ha pasado nuestra ruta por última vez. Un día de estos lo tomamos casi a las 9.30 de la noche. Y de nuestras respectivas paradas, aún debemos caminar varios minutos hasta llegar adonde estamos. Mi sexto sentido me dice que este horario no es tan amigable en San Salvador.

Y no, no estoy en una ciudad de las que están en el ránking del que habla el Foro Económico Mundial. Estoy en Latinoamérica. En una ciudad cuyo transporte colectivo cobra USD 0.53 en su tarifa general, pero que cuenta con una tarifa diferenciada para estudiantes, tercera edad y discapacitados. Sí, es cierto que estoy en un país que me cobrará entre USD 217 y 326 para pagar los derechos de tener una tarjeta con el permiso para residir aquí temporalmente como estudiante (aún confío en haberme informado mal en la web, y que en efecto todos los servicios del Gobierno sean “sin costo”), pero cuya oferta educativa abarca especializaciones que aún no existen en donde nací. Y aunque embarcarse en una aventura en otra latitud implica unos desafíos y unos aprendizajes absolutamente enriquecedores, me gustaría sumar otra pregunta, otra propuesta a las que estamos planteando estos días a nuestros políticos: ¿cuántas obras por día, por mes, por año se requieren para que San Salvador esté entre las cien mejores ciudades del mundo para ser estudiante? ¿Cuándo será que el cruce de fronteras hacia afuera sea parte de conocer y aprender fuera pero no un asunto de supervivencia? ¿Cuándo tendremos claro que no es un orgullo nacional que lo que más exporta el país sean salvadoreños? ¿Cuándo será que nos parecerá lógico saber que San Salvador es destino de estudio para un estadounidense o un francés?

Ansío para mi San Salvador una fiesta que, sin necesidad de que sea agosto, celebre que no somos una de las ciudades más violentas de Latinoamérica o del mundo (para 2014 ocupamos el lugar número 13), sino un espacio de desarrollo y de crecimiento. Bogotá y Medellín nos preceden: es posible. El camino es largo, pero existe. Al menos desde aquí pareciera ser posible exigir nuestra herencia:

“Caminamos naciendo y caminando
soñando y caminando
pariendo y caminando
caminamos cantando y caminando
nada pudo detener nuestros pasos
con nuestra casa a cuestas
enterrando fechas
estableciendo muertos
caminando con el sol a la espalda
con el sol en los ojos”

Por algo somos #LosNietosDelJaguar

Creo que somos la generación que le daremos vuelta a ciertos cánones. Y lo leo. En las Ivette, que nos da cuatro propuestas para combatir el desencanto; en los Adrián, que me dicen que sí podemos emprender ideas y negocios nuevos en nuestro país, y en los Alfredos, que me sugieren acciones concretas para los políticos que cualquier ciudadano puede retomar no solo para pensar en lo positivo de ideologías contrarias, sino de religiones o creencias diferentes a las nuestras. ¿Quién más se suma? ¿Para cuándo esperamos esa (otra) fiesta?