Armas para la vida

Un día de abril en El Salvador. Mataron a un/otro/este/aquel niño. Tenía 14 años. Era un voluntario de los Comandos de Salvamento. Para mí, eso es una manera de ser un héroe (de los de verdad). Pero cuenta un amigo y colega en un fotorreportaje que mientras lo enterraban, alumnos del centro escolar que está a la par del cementerio “contaban chistes y gritaban ofensas contra los comandos y los reporteros de televisión”. Cuando leí ese pie de foto (compartido varias veces en una noche de viernes por mis contactos de redes sociales, cómo no) me imaginé una escena que abunda en el cine y en la televisión cuando tratan de enseñarnos el futuro de este planeta: se ven unos ‘muertos vivientes’, unos ‘zombies’, que tratan de devorar a los que van quedando vivos, mientras gritan o murmuran en una suerte de lenguaje que no es entendido por los ‘vivos’, aunque a estos les quede claro que es una intimidación, una provocación.

Pero en nuestro El Salvador se está volviendo el pan nuestro de cada día, en lo de siempre. Pero esta vez lograron sorprendernos “de nuevo”. Erick Beltrán estaba en su sede de los Comandos de Salvamento cuando entraron a matarlo. Se presupone que se respeta a los que trabajan (y de forma voluntaria) por salvar las vidas de los demás, que incluso pueden ser vidas de los propios pandilleros u otros delincuentes. En la guerra se les respetaba, ¿no? Mi generación, que nació y creció durante la guerra, lo cuenta. Ellos nos protegían a los civiles, porque a ellos no se les iba a hacer daño.

¿En qué clase de lugar hemos convertido entre todos a El Salvador? Entre todos, los votantes de derecha o los de izquierda, los que se vistieron de blanco para una marcha hace varios meses o los que no, los que pagan sus impuestos o los que no, los que se van afuera a buscar algo mejor o los que no se van, los que creen que aún se puede hacer algo por el país o los que no lo creen… porque nos convertimos entre todos en un país de opuestos, de extremos, donde me construyo lo que soy en oposición al otro que no es como yo. O somos esto o somos lo otro: excluimos. No somos esto y lo otro: no incluimos. No dialogamos. No nos escuchamos. Somos un país que no abraza las diferencias, sino que pareciera más bien abrasarlas (si se me permite el juego de palabras).

El Gobierno reconoció que estudian el permitir que grupos civiles anden armados. Mucho me temo que esto, lejos de solucionar esta problemática, aumentará los índices ya tan altos de violencia. Más bien pareciera ser una propuesta que, como en cualquier juego de estrategia, se hace para que todas las piezas se ‘coman’ (o se maten, digámoslo sin eufemismos) entre sí, hasta que llega un momento en que el tablero queda (casi) vacío, con un único ganador.

Entre este final y los finales de algunas películas de zombies, en las que un puñado de los seres vivos se convierte en leyenda y son la esperanza de la raza humana para que no seamos otra especie extinta, propongo otro final alternativo. Cambio violencia por dignidad. Cedamos el paso, como conductores y entre peatones. Agradezcamos a quienes nos prestan un servicio para el cual hemos hecho una larga fila. Veamos las cosas desde otra perspectiva y encontrémosle lo positivo al momento más difícil del día. Abracemos a alguien al llegar a casa, aunque hayamos trabajado más de las ocho horas y sobrevivido a un par de horas de tráfico. No aplaudamos la cultura del ‘más vivo’. Conozcamos a personas que son diferentes a nosotros y aprendamos a escuchar. Cenemos todos los días sin el celular en la mano y hablemos con quienes están cerca. Y si no hay nadie cerca aprendamos a escucharnos a nosotros mismos. Tenemos que reírnos más. No estoy proponiendo lo fácil, sino lo que creo que nos puede hacer la diferencia: tenemos que cambiar las armas de fuego por armas para la vida.

Iré más allá del consabido demos lápices y libros. Regalemos más pinceles, colores, hojas en blanco (lisas, rayadas, cuadriculadas), guitarras, pelotas de fútbol o de básquetbol. Apoyemos a los más jóvenes y a los más pequeños para que aprendan a jugar y a trabajar en equipo, además de alimentarles su creatividad y su curiosidad. Así aprendemos, también, a reconocer que como seres humanos no solo somos diferentes sino complementarios, como me dijo alguien muy sabio hace un par de días. Retomemos ideas de la #CulturaCiudadana de Antanas Mockus, quien en sus dos períodos como alcalde de Bogotá redujo la tasa de homicidios en la ciudad en un 40 %, entre otros aspectos positivos. A Colombia le ha hecho tanto bien el acercarse a este “enfoque de política pública que parte de la premisa de que con frecuencia los retos que enfrentan ciudades u organizaciones no se solucionan a través de la creación de nuevas leyes o del incremento del control y el castigo, sino a través de la transformación voluntaria y activa de los comportamientos, creencias y actitudes de los ciudadanos, en la dirección planteada por la ley”. Ha hecho tanto bien que Mockus y su equipo lo han llevado a otras 15 ciudades de América y Europa.

¿Ejemplos de qué hacen? Teatro invisible, intervención en espacios públicos  (como murales) , juegos de mesa públicos, pasaporte del buen turista, formación a periodistas y otros profesionales en temáticas específicas. Y lo mejor de todo es que funciona. Démonos el chance de que la música, el baile, el arte, los deportes, el diálogo nos devuelvan nuestra humanidad, porque como dice el físico Savas Dimopoulos en la película “La partícula de Dios”: “¿Por qué hacer arte? Las cosas que son menos importantes para nuestra supervivencia son las que realmente nos hacen humanos”. Son las que nos hacen vivir, pues. En El Salvador, en cualquier día de abril, y en cualquier otro país y cualquier otro día del año.